Necesito
salir a beber una cerveza tras otra hasta caer borracha y sin dinero
en los bolsillos. Esta reclusión repentina me está matando y me
hace pensar en cosas raras. Me vuelve intrépida y me hace soñar con
escenas que hace poco no era capaz de imaginar que soñaría. No
estoy acostumbrada a pasar tanto tiempo encerrada en un espacio tan
reducido y noto cómo la deriva se apodera de mí. La siento del
mismo modo que la playa debe sentir sobre ella al mar abatiéndose
ola tras ola. El mar, como la vida, se va llevando sus granos de
arena para canjearlos por los restos de un naufragio. Sabe la playa
que cada ola es tiempo que pasa, cada segundo trascurrido una estafa
que no puede evitar. Siente que el oleaje le marca las horas de su
vida como si fuera un preciso reloj y yo siento que todo el tiempo
que está durando esta clausura inesperada es simplemente vida
desperdiciada. Nos piden que seamos responsables y que nos quedemos
en casa. Como si eso fuese tan sencillo. Aquí estoy, agazapada en mi
trinchera de algodón, aunque me gustaría ser más valiente, saltar
desde mi ático y empezar a sobrevolar las calles de Madrid. Enlazar
todas y cada una de las fiestas que se estén celebrando en ese
momento y estrechar entre mis brazos a todas y cada una de las
personas que bailan y disfrutan en ellas. Sin importar condición,
estado civil, raza o credo. Abrazaré a un elegante travesti o a una
abominable diputada de VOX. Abrazaré igualmente a una futbolista
recién terminado su partido o a un escritor inédito, a un bombero
torero o a un cirujano en paro, a un rey campechano o al bufón de su
corte, a Bertín Orborne o a Iván Ferreiro, a una bailaora de
flamenco o al conductor de una máquina apisonadora. Una de esas
máquinas con
enormes rodillos con las que a veces te cruzas en
alguna carretera en obras. Su sola visión me desespera, siempre tan
parsimoniosa, a ese paso lento y pesado aplastando con saña pero
minuciosamente, la masa de graba y alquitrán. A ese hombre que dirige
la máquina con tanta paciencia, gordo, con barba de tres días,
casco amarillo ladeado, su camiseta de tirantes blanca empapada en
sudor, sus vaqueros caídos y sus enormes botas salpicadas con
pegotones negros de grasa, a ese le daré el más suave y tierno de
los abrazos, a él, al héroe de las jornadas laborales mansas y
anodinas.
Quiero
entrar en el primer casino que me encuentre abierto y jugarme el
resto de mi vida a uno de los juegos cuyas reglas desconozca, con un
trébol de cuatro hojas en el tirante de mi vestido. Reventar la
banca, coger todo el dinero y volver a sobrevolar toda la ciudad,
dejando tras de mí un reguero de billetes que llueva sobre las
aceras. Que los transeúntes alcen sus cabezas y me vean levitando
sobre ellos, que sea su primera alegría después de tanto tiempo
aislados. Todo esto pienso a última hora de la noche, sin haberme
levantado aún de la cama, una cama que este día ha sido más una
cuna. Una cuna que ha atrapado a la niña que llevo dentro, una niña
castigada sin saber por qué y sin haber podido hoy bajar a la calle a
jugar con sus amigos.
Se
me ha hecho eterno este primer día de enclaustramiento. Voy a poner
la radio a ver si en las noticias dicen de una vez cuánto va a durar
esta puñetera cuarentena.
Dedicado
a al tío de Pilar.
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